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Cuando los derechos humanos no son absolutos

Recientemente, la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió uno de esos asuntos que causan polémica en cualquier sobremesa: ¿puede el Estado interferir válidamente en la vida privada familiar para tomar decisiones médicas respecto de menores cuando las que toman los padres ponen en riesgo su vida?

Spoiler alert: la SCJN resolvió que sí. Aquí la historia.

A los cinco años de edad, Clara, una niña de la comunidad rarámuri y criada en una familia perteneciente a los Testigos de Jehová, fue diagnosticada con posible leucemia. La recomendación de los doctores fue hacerle transfusiones de sangre inmediatas. Sin embargo, los padres se negaron debido a que su religión les prohíbe esa práctica.

Ante este escenario, la Subprocuradoría de Protección Auxiliar de Niñas, Niños y Adolescentes del Distrito Judicial Morelos, decidió que la tutela de la niña estaría provisionalmente a su cargo con el fin de autorizar los tratamientos que fueran necesarios para recuperar su salud.

Esta decisión se tomó con base en los siguientes tres factores:

1.     El diagnóstico de posible leucemia linfoblástica aguda;

2.     La inmediata necesidad de que Clara recibiera transfusiones sanguíneas para salvar su vida; y

3.     La negativa de sus padres a que se realizara dicho tratamiento

Después de diversos estudios médicos, se confirmó la enfermedad de la niña y más transfusiones fueron recomendadas por los médicos.

Debido a la relevancia del caso, la Suprema Corte conoció del mismo y resolvió en favor de la Subprocuraduría, ordenando que debía continuar tomando decisiones médicas en lugar de los padres.

Ahora, como quizá lo habrán intuido, este caso es sumamente delicado, ya que dos derechos humanos fundamentales entran en choque: el derecho a la vida y el derecho a la libertad religiosa. Este último está vinculado, a su vez, con la autonomía, la dignidad, la identidad y el libre desarrollo de la personalidad, mismos que en este caso están supeditados al derecho a la privacidad familiar.

En el análisis de este caso, el derecho a la privacidad familiar cobra relevancia ya que son los padres quienes tienen el derecho a decidir la forma en que serán educados sus hijos de acuerdo a sus valores, costumbres y religión (sin importar si es la Católica o la que invente Juan Pérez mañana).

Y no solo eso. Dentro del umbral de la privacidad familiar, también está el derecho de los padres a tomar decisiones en nombre de sus hijos cuando estos son incapaces de hacerlo – ya sea por ser menores de edad o por encontrarse con alguna discapacidad.

En este sentido, tanto nuestra Constitución como los tratados internacionales de los que México forma parte, protegen el derecho de los padres a tomar decisiones con respecto a la educación de sus hijos sin que el Estado pueda interferir.

Sin embargo, ni el derecho a la privacidad ni el derecho a la libertad religiosa son derechos absolutos (en realidad, ningún derecho humano lo es). Y en este caso, ambos encuentran su límite en la salud física y mental del menor, así como en su desarrollo integral.

A esto se le conoce como el “interés superior del menor”.

Bajo esa lógica, cuando este interés se ve comprometido, el Estado no solo puede intervenir, sino que tiene la obligación de hacerlo. Lo complicado de este mandato es identificar cuándo el interés superior está en peligro. Y es que la autoridad, como sucede en cualquier caso, puede excederse en sus facultades y violar los derechos que los padres tienen sobre sus hijos.

Pero para evitar esto (al menos en teoría), la Suprema Corte dibujó los siguientes criterios  en la sentencia:

·     El derecho que tienen los padres a tomar decisiones por sus hijos termina cuando se pone en peligro el derecho a la vida de los niños. Esto quiere decir que el derecho humano a la vida de un menor no está a disposición de los padres.

·     No puede usarse el ejercicio a la libertad religiosa como excusa para evitar que un menor reciba el tratamiento médico idóneo para curar una enfermedad que pudiera poner en peligro su vida.

·     El Estado solo puede intervenir cuando, después de una investigación de los hechos,  confirme la situación de riesgo o desamparo del interés superior del menor.  

·     Esta intervención será siempre provisional en tanto la situación de riesgo desaparezca.

Por último, hay que destacar que estos lineamientos no pueden usarse de forma indiscriminada con todos los Testigos de Jehová. Y es que estos criterios son tan vagos, que fácilmente la autoridad puede ampararse en ellos para iniciar el procedimiento de protección de menores cada vez que se presente un caso así.

Así pues, la autoridad debe actuar con cautela y activar el procedimiento de sustitución de tutela en casos excepcionales.

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